CRÓNICAS URBANAS
Sobre héroes y fabulas
Nombrar, se me ocurre, no es sólo darles un nombre a las cosas, sino entidad, un significado y una historia. Las personas, los objetos, los lugares, solo cobran trascendencia a partir de lo que para cada uno signifique, es decir, nada tiene valor por sí mismo, sino que solo vale por lo que significa, por lo que representa. Pensaba esto mientras recorría las calles de mi ciudad y observaba la paradoja del nombrar para olvidar, nombrar para ocultar, para vaciar de contenido. Churruarín, por ejemplo, Seguí, Franco, Rodó, Colombo, uno se pregunta (en realidad no creo que nadie se tome el tiempo de preguntarse esto mientras camina) ¿serán próceres, mártires, tiempos verbales o fallas geológicas?
Los carteles en las esquinas se limitan a informar –escuetamente– el nombre, digamos, coloquial, más de entrecasa si se quiere, sin especificar siquiera los nombres completos y, en los casos que así lo amerite, alguna alusión a su razón de ser en esa calle; la calle Cervantes, ¿se refiere al autor del Quijote? Suponemos que sí ya que así figura en el Correo Argentino, pero exiguo homenaje se le hace al padre de la novela española, si no se aclara que de él se trata agregando algunos caracteres más a los carteles; Juan Lapalma, quien fuera nada menos que el primer médico de Gualeguaychú, merecería que se lo mencionara como “doctor” para saber que de él se trata, o la calle Jauretche, ¿se referirá a don Arturo?, o la calle Smith, ¿acaso alguien sabe que es un homenaje al sindicalista Oscar Smith, desaparecido durante la última dictadura?
A don Luis Doello Jurado –conocido como el Sócrates de Gualeguaychú en los primeros años del siglo XX– lo diferencia de Martín Doello Jurado –científico gualeguaychuense fundador de la Asociación Argentina de Ciencias Naturales– apenas el hecho de que uno está en la ciudad y el otro en el parque; quizás no todos sepan que acá tenemos nuestra calle Florida, aunque ni siquiera está claro porqué lleva ese nombre.
Al ver el cartel de la calle Samaniego, es probable que el distraído caminante pueda pensar en un homenaje al conocido autor de fábulas, ya que es poco probable que sepa que ese nombre se colocó en homenaje a Gregorio Samaniego. Pero, ¿quién era Gregorio Samaniego?
Hace algún tiempo, leí unas crónicas del genial premio Nobel José Saramago en donde, con la agudeza que lo caracterizaba, se refería al monumento de los ignotos mártires de la independencia Portuguesa; recordé esa crónica cuando pude saber que la calle Samaniego llevaba ese nombre en homenaje a alguien de quien se desconoce hasta su año de nacimiento; se cree que nació en Gualeguaychú, se supone su procedencia en un hogar humilde y las primeras noticias que se tienen de él datan de 1811, cuando es perseguido por los españoles acusado de rebeldía. En febrero de ese mismo año, reunió algunos gauchos de la zona y formaron una milicia que se puso a disposición de Bartolomé Zapata con el objeto de recuperar a Gualeguaychú, que había caído en manos de las tropas realistas; contra estos, se sabe que combatió con éxito en Arroyo Bellaco y en un combate en las cercanías del río Paranacito alrededor del año 1813; posteriormente, ya a cargo del escuadrón Gualeguaychú y durante la guerra entre Directoriales y Federales, combatió por el bando porteño obteniendo los triunfos en Mandisoví, Pospos y Paso Belén.
Un 18 de marzo de 1819, perdió la vida en la batalla de Saucecito. Su desaparición, como aporta certeramente Patricio Álvarez Daneri, significó asimismo una significativa pérdida de representatividad de nuestra ciudad en el escenario político de ese entonces con sus imaginables consecuencias.
Quizás no sea exagerado hablar de Gregorio Samaniego como uno de nuestros primeros héroes gualeguaychuenses, tanto durante la lucha por nuestra independencia, como en los combates fratricidas que siguieron tras de ésta, un héroe a quien no se le rinden homenajes y, lo que es peor, de tanto nombrarlo sin nombrarlo, se lo ha condenado al olvido.
De esto de dar la vida a cambio del olvido quizás hablaba también el otro Samaniego, Félix María, el de las fábulas, cuando relata en “El hombre y la culebra”: A una culebra que de frío yerta / en el suelo yacía medio muerta / un labrador tomó / más fue tan bueno / que incautamente la abrigó en su seno. Apenas revivió, cuando la ingrata / a su gran bienhechor traidora mata.