OPINIÓN
Mentime que me gusta
En el Foro Económico Mundial, hace apenas un par de meses, un nutrido grupo de expertos coincidió que el mayor riesgo global en los próximos dos años sería la desinformación. El cambio climático, las guerras, pasaban a un plano secundario frente al riesgo inherente a la desinformación. Ésta, “amenaza la medicina, la ciencia, la política, la justicia social y las relaciones internacionales, afectando problemas tales como la duda sobre las vacunas, la negación del cambio climático y hasta la invasión rusa de Ucrania”, escribe el filósofo Paul Thagard.
Ahora bien, ¿a qué se deben estas afirmaciones que, a prima facie, podrían ser tildadas de banales? Es interesante la teoría de la sugestionabilidad humana, que se basa en que la gente tiene una tendencia natural a creer lo que oye o lee, lo que no es otra cosa que la credulidad. Somos crédulos por naturaleza. Sin embargo, existe lo que se denomina la paradoja de creencia. Podría suponerse que la acción sigue a la creencia y, sin embargo, las creencias, incluso las que se defienden con más vehemencia, muchas veces quedan atrapadas en su propia jaula cognitiva y totalmente alejadas del comportamiento. Un claro ejemplo de esto es que los católicos sostienen que el pan es el cuerpo de Cristo, pero ninguno espera que el pan tenga sabor a carne cruda ni considera este acto como canibalismo, como tampoco espera que el vino tenga características de sangre en el momento de la consagración.
Hay quienes aseguran que existen dos tipos de creencias; las creencias “fácticas” (existen árboles, sol, tierra, el mar es peligroso porque puedo ahogarme, si caigo desde una montaña me lastimo) y estas creencias guían el comportamiento y, en general, tienen, poca inconsistencia; por otro lado, están las denominadas creencias “simbólicas” las que, si bien pueden parecer genuinas, están separadas de la acción y las expectativas. Curiosamente, es difícil determinar cuál de las dos es más influyente. Las primeras sirven para modelar la realidad y comportarse adecuadamente dentro de ella mientras que las creencias simbólicas sirven en gran medida a fines sociales. Visto así pareciera muy sencillo diferenciar una de otra, sin embargo es fácilmente demostrable que esto no es tanto así. La devoción a los “santos” populares como el gauchito Gil o la difunta Correa no están muy lejos de un sentimiento rayano a la devoción de ciertas personas por algunos personajes de la política, la ciencia o el deporte.
Así, solemos expresar, en referencia a las creencias, que “creemos” en las simbólicas, pero “pensamos” que las fácticas son ciertas. Sin embargo, es fácil comprobar que algo se convierte en verdad solo porque se replica una equis cantidad de veces, porque tiene una importante cantidad de “me gusta”, porque quien lo afirma tiene un renombre particular, porque no tengo herramientas ni deseos, ni tiempo, ni ganas de verificar la veracidad de esa afirmación, aunque, la verdad sea dicha, a veces no “cierre” del todo lo que dicen que dijo o hizo. Pero decido creer. Elijo creer. En ese preciso momento pasamos de lo factico a lo simbólico sin escalas, sin justificación y sin medir consecuencias.
Ya hemos hablado en otro artículo acerca de las “fake news” y otras argucias de la “des-comunicación”, todas ellas comparten el factor común de la ausencia de evaluación de las fuentes, de la carencia del análisis del texto en su totalidad sin limitarnos a la lectura de los títulos, de sacar conclusiones con solo ver las imágenes no pocas veces engañosas y falsas o descontextualizadas. En definitiva, mínimamente, creo yo, deberíamos hacerles un poco más difícil que nos engañen.
Recuerdo en este momento la icónica secuencia de La matriz (The matrix) de la elección entre la píldora azul y la roja. La que nos permite ver la realidad o la que nos mantiene en el engaño del mundo creado por la matrix para nosotros. Cada día, cada momento en que nos conectamos al indescifrable mundo de la comunicación y las redes sociales estamos, conscientes o no, escogiendo entre esas dos opciones. Sepamos, al menos, que todavía tenemos la posibilidad y la responsabilidad de elegir. Que no es poco.