CRÓNICAS URBANAS
La mirada de los otros
Cuando lo conocí, Juan trabajaba de ciego en la esquina de la terminal de ómnibus. Solía venir –según me contó después– alrededor de las diez de la mañana y se quedaba hasta el mediodía, con lo que juntaba generalmente le alcanzaba para el almuerzo y no eran pocas las veces –en especial en verano, cuando la ciudad empezaba a llenarse de turistas– que ni siquiera tenía necesidad de trabajar a la tarde. Por ese entonces, Juan tendría unos veintipico de años, la cabellera tupida pero cortada casi al ras y unas mandíbulas angulosas que parecían un dibujo de Alberto Breccia. Tenía una voz entre gutural y gangosa, entrecortada, deliberadamente lastimosa e incomprensible que semejaba un ronroneo que acompañaba el mecánico movimiento de una lata en su mano derecha. No se precisaba saber mucho ni entender nada, los anteojos oscuros, el mentón ligeramente elevado hacia el cielo, el tintineo de alguna moneda en la lata y el siseo aguardentoso que dejaba escapar de su boca entrecerrada eran suficientes como carné de presentación para todo aquel que quisiera tener su dosis de humanidad y acción caritativa.
La mañana que lo conocí yo volvía de Buenos Aires. Era la primera vez que viajaba así que la terminal de ómnibus era para mí un edificio más, no muy diferente al de tribunales o la sinagoga. Estaba todavía pensativo e impresionado por ese mundo gigantesco y curioso que estaba a solo cuatro horas de viaje de mi ciudad y al que no había conocido sino hasta hace un par de días atrás, cuando bajé del colectivo y caminé hasta la esquina buscando algún conocido que me acercara hasta mi casa. Ahí lo vi. Me detuve delante de él y lo observé durante no sé cuánto tiempo. Los pocos pasajeros que venían en el colectivo que me había traído se dispersaron rápidamente y quedamos prácticamente solos él y yo. Cuando el silencio copó la terminal, dejó de sacudir la lata. Yo miraba mi reflejo en sus anteojos oscuros y sucios de tierra, él bajo el mentón y pareció tomar conciencia de mi presencia.
–¿Qué pasa, no te vinieron a buscar o estás al pedo?
– Las dos cosas. Dije sin poder evitar reírme por la pregunta y sorprenderme por el tono de su voz, que no era el de la letanía de hacía un momento.
–¿En serio sos ciego, vos?
–¿Ya comiste? Sino acá a la vuelta hay un boliche que se come muy bien y por dos mangos. Vamos, te acompaño y te dejo pagar encima– dijo.
Sin esperar respuesta, se adelantó, me tomó del brazo y empezamos a caminar por calle Bolívar hacia el oeste. Hacía calor y hasta la tarde, según supe después, no había más colectivos.
Llegamos a un pequeño restaurante sobre calle Montevideo, me ubiqué en una mesa cerca de la barra y él se dirigió al baño. Volvió sin los anteojos, con la cara y las manos aún algo húmedas y se sentó frente a mí.
–Sos una estafa ¿no? Te haces pasar por ciego y mendigas dando lástima.
–¿Yo te dije que era ciego? ¿vos me escuchaste decirle eso a alguno de los que pasaba o me tiraba una moneda? ¿Me escuchaste que pidiera limosna?
–No, pero…
–Pero ¿qué? ¿Porque tengo anteojos oscuros ya se supone que no veo? ¿Sacudo la lata y ya vos entendés que te estoy pidiendo plata? ¿Sabés lo que pasa? Que cada uno ve lo que tiene ganas de ver, escucha lo que necesita escuchar, ¿sabes las veces que veo una mina que no le compra caramelos a los gurises para darme las monedas a mí? Y por qué crees que hace eso, ¿porque es buena? No, porque los mata la culpa y encima pretenden comprar la redención con dos monedas, porque les encanta la sensación de sentirse superiores, como los reyes cuando salían por las calles a repartir limosnas para que todos vieran lo bueno y generosos que eran, cómo querían a su pueblo; estos no son reyes y su máxima aspiración es que un mendigo los bendiga por su generosidad de mierda. ¿y vos decís que yo soy la estafa? ¿Sabés qué vengo a ser yo? Una especie de espejo pero que, a diferencia de los otros, nadie quiere mirarse porque no se ve por fuera sino por dentro. ¿qué loco eso, no?
Eso, palabras más, palabras menos, fue lo que me dijo. Almorzamos y hablamos durante casi dos horas, en realidad fue casi un monólogo de su parte. Cuando íbamos a retirarnos, llevé la mano al bolsillo, pero él me detuvo secamente: dejá, yo te invito, la próxima pagás vos.
Durante varios días no pude evitar pensar quién sería ese extraño personaje y confieso que contuve mis ganas de acercarme a la terminal a ver si lo encontraba y le devolvía su gentileza del almuerzo a cambio de escucharlo de nuevo. No lo hice y ya nunca más pude hacerlo, un día cualquiera escuché por la radio que habían matado a alguien que, por la descripción, no podía ser otro que él. Las circunstancias de su muerte eran tan extrañas que no pude evitar pensar qué miserias humanas habría estado explorando para pagar con su vida.