CRÓNICAS URBANAS
El hombre de la calesita
Domingo. Tarde de sol prolongada más allá de lo esperable para la época por esas cosas del azar que tiene el clima. La plaza principal de mi pueblo está pletórica de niños, de padres y de perros, de aroma a pochocho y algodón de azúcar, de vida. A un costado de los toboganes, la calesita da vueltas. El mágico tiovivo me hipnotiza como si fuera la primera vez que lo viera; la música que brota desde algún secreto parlante no es la misma que me acompañaba en mis eternos viajes a ninguna parte en mi infancia, desde luego, sin embargo, ese hamelinesco sonido sigue provocando el éxtasis de esos pequeños que se acercan desde todos los extremos de la plaza, escapando peligrosamente de las manos cuidadoras que los llevan.
En un pequeño habitáculo, adornado con globos brillantes y luces de color, está el hombre de la calesita. Es alto, de edad indefinida y con la bondad dibujada en la sonrisa, tan alto es, que pareciera que debe doblarse en dos para llegar hasta las pequeñas manos que se estiran para recoger las fichas que no son sino el pasaporte hacia el país de los sueños. El hombre de la calesita seguramente sabe –o al menos presiente– lo que cada uno de esos viajes significa para esos pequeños argonautas y por eso en lugar de entregar una ficha, suele entregar dos. El niño eleva la mirada porque no sabe si acaso se habrá equivocado en la entrega el hombre de la calesita, él sonríe con los ojos y le hace saber que no, que no se ha equivocado, que esa vuelta extra es un estímulo para que siga soñando arriba de algún brioso corcel, dentro de un avión, algún plato volador o sobre un esbelto cisne rosa de sonrisa congelada.
La calesita comienza a girar, las cámaras de los teléfonos celulares abren y cierran sus electrónicos diafragmas para eternizar no solo un mohín, una sonrisa o un saludo desde el caballito dorado, las cámaras y sus dueños están registrando en sus respectivas memorias momentos únicos, fugaces e irrepetibles, como cada momento de nuestras vidas.
Registran y memorizan un tiempo de felicidad que quizás termine junto al movimiento monótono de la calesita sobre su eje por lo que, de algún modo, se busca eternizarlo, no en la fragilidad de la electrónica sino en ese silencioso rincón de la memoria donde perdura lo que merece perdurar, ese beso lanzado desde una boca en la que asoman los primeros dientes o ese adiós que solo significa hasta la próxima vuelta y que no sospechamos entonces que presagia otros adioses.
Todo eso tiene la dicha de observarlo, desde su pequeño lugar, el hombre de la calesita quien, sin dudas, debe tener un nombre, una historia, pero para cada uno de esos niños que corren hacia él para recibir el pasaje hacia la fantasía no importan, para ellos es solo el hombre de la calesita. El que parece que estuvo desde siempre y a quien nadie puede imaginar no estando más allí. Eso sería como pensar una plaza sin juegos o unos juegos sin niños. Nada sería igual en esa plaza sin la calesita y la calesita no sería lo mismo sin el hombre de la calesita. Él sabe del poder de su sonrisa, tan grande como el de la máquina de crear fantasías que da vueltas y vueltas cada tarde de domingo, sabe que esa ficha extra que deja caer entre las manos de los niños no es una dádiva ni un premio, sino que ese gesto es el estímulo para que ellos puedan volar con su imaginación otro instante más, pequeño, mínimo, y a la vez eterno.
Desde ese pequeño lugar, el hombre de la calesita observa cómo se desdibujan hasta perderse las clases sociales, los prejuicios y las miserias; en su reino circular hay solo niños, con la pureza intacta y la risa franca, niños que miran sin entender por qué sus padres tararean sin pudor canciones que se suponen son infantiles y que, sin embargo, ellos continúan cantando como si a través de la calesita, de la música o de la alegría de sus hijos recuperaran su propia infancia. Y el hombre de la calesita sonríe, ve las emociones y sonríe, ve el llanto, los silencios, las miradas húmedas, la nostalgia teñida de melodías balbuceadas y sonríe. Sonríe, siempre sonríe, y yo tengo la impresión de que sonríe porque sabe que, de algún modo, es inmortal ya que perdurará por siempre en la memoria de quienes, gracias a él, a ese enorme hombre sin nombre, pudieron girar y girar por un instante atemporal en ese carrusel de sueños en el que todo era posible, donde el tiempo se detenía para siempre en ese instante único de felicidad.
Cierto día, recuerdo, junto a uno de mis hijos lo encontré caminando por el centro y, después de saludarlo, mi hijo me preguntó, visiblemente preocupado, qué hacía él por ahí. No sé, le contesté, haciendo algún trámite, supongo; pero, cómo va a estar fuera de la calesita, insistió, y si algún chico va y él no está, ¿qué hace?; como pude, traté de explicarle que ese hombre que vimos no vivía en la plaza y que era una persona como cualquier otra. Aliviado me dijo: ah, qué suerte, lo confundí con el hombre de la calesita.